Opinión

Una transición energética argentina con características propias

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* Daniel Montamat

La crisis mundial generada por la pandemia del covid,  recreó la preocupación por las consecuencias planetarias del cambio climático. Si asumimos el clima como un bien público global y recordamos que los bienes públicos se caracterizan porque su uso o consumo por parte de una persona no excluye el consumo por parte de otro, empezamos a comprender por qué es tan difícil acordar un régimen que financie un clima saludable para nosotros y para los que vienen.

Siempre habrá “parásitos” (free riders) que aprovecharán del clima presente pretendiendo que otros se hagan cargo de la externalidad negativa global (emisión de gases) que está degradando ese clima para los que vienen. Más cuando hay razones para culpar a los emisores del pasado del stock de gases de invernadero acumulados.

El problema del parásito prolongado en el tiempo lleva a la “tragedia de los comunes”; todos abusan de un recurso limitado que comparten, al que terminan destruyendo aunque a ninguno les convenga. Elinor Ostrom , Nobel de Economía 2009, demostró cómo pequeñas comunidades estables, son capaces, en ciertas condiciones, de gestionar sus recursos comunes evitando la tragedia del agotamiento gracias a mecanismos informales de incentivos y sanción. Pero en el cambio climático tenemos más de 7800 millones de personas implicadas, más su futura descendencia.

En vista de que todos disfrutan de un bien público y nadie puede evitar que los demás lo usen, todos tienen un incentivo para disimular la demanda de esos bienes públicos a fin de evitar pagar su parte proporcional de los costos para financiarlo. Los individuos no revelan sus preferencias de consumo de esos bienes, por eso a nivel local o doméstico los bienes públicos tienen financiamiento presupuestario.

Pero aquí estamos hablando del clima mundial, un bien público sin fronteras: ¿quién pone los recursos para preservarlo saludable? La repuesta de la economía a los problemas planteados tiene ámbitos jurisdiccionales acotados como los impuestos al carbono o el mercado de bonos asignando derechos de emisión. Pero sin jurisdicción internacional la repuesta no es extrapolable. Por eso no puede haber una transición impuesta por una agencia global y por eso los mecanismos cooperativos prevalecen sobre las imposiciones de mandato.

Pero al no haber imposiciones globales que sean obligatorias y exigibles, se produce un desacople entre los ritmos de las transiciones energéticas y las necesidades de reducción de los gases de efecto invernadero (GEI). Por eso en el G20 organizado en la Argentina en 2018 se impuso el título “transiciones energéticas”.

La concentración de CO2 en la atmósfera por las emisiones totales pasó de 316 ppm (partes por millón) en 1959 a 420 en la actualidad. Estamos a 30 ppm del límite traumático de las 450. Según los informes del Comité de Expertos de las Naciones Unidas (IPCC) la condición para estabilizar el clima en un aumento de temperatura no superior a 2oC y de un deseable 1.5oC, meta acordada en París en el 2015, los compromisos nacionales de reducción deben alcanzar la neutralidad de emisiones de carbono para el 2050, con metas conducentes a ese objetivo para el 2030.

Las proyecciones de la IEA (Agencia Internacional de Energía) para alcanzar el objetivo de cero emisiones tuvieron un fuerte impacto político y económico. En resumen, para lograr esas metas de emisión en el 2050 la demanda de carbón debe desaparecer, la de petróleo reducirse al 20% de la actual y la de gas el 50%. Las energías verdes que hoy representan menos del 10% de la generación eléctrica mundial elevarían su participación al 70%. La propia IEA advierte sobre complicaciones en esa transición porque para acceder a esas sustituciones en el paradigma fósil, la demanda de ciertos minerales críticos (cobre, litio, cobalto, níquel, grafito, tierras raras, etc.) se sextuplicará. La reciente cumbre de Glasgow no tuvo mayores avances en la articulación de nuevos compromisos para alcanzar emisiones neutrales.

El planeta corre el riesgo que, con energía más cara y escasa, por los desacoples de una transición no cooperativa, la opinión pública mundial deslegitime las preocupaciones climáticas y vuelva a reclamar una agenda cortoplacista de energía segura y barata, refractaria, por ejemplo, a la eliminación de subsidios a las energías fósiles y de oposición a la implementación de un impuesto global al CO2 (aún con peso relativo diferente según el grado de desarrollo que tenga el país).

El paradigma energético mundial con predominio de las energías fósiles (83%) está cambiando, y esos cambios que afectan preferencias de consumo y tecnologías de producción propenden a un desarrollo sustentable. Un desarrollo consistente con la obligación de justicia intergeneracional de preservar un clima saludable para nosotros y para nuestros hijos, puede resumirse en dos grandes desafíos: desenergizar la economía (reducir la tasa de intensidad energética mejorando la productividad de la energía por unidad de producto), y descarbonizar la energía (reducir la participación de los fósiles en las matrices primarias, secundarias y de consumo final).

El sector energético es responsable de tres cuartas partes de esas emisiones de CO2.Ambos desafíos impactan en el consumo y en el suministro energético.
Así, por el lado de la demanda, hay una serie de medidas de política energética que contribuyen a mejorar la eficiencia del consumo de energía, con significativos ahorros quereducen los costos y las emisiones de GEI.

La tecnología de redes inteligentes permite aplanar picos de consumo y activar mecanismos de interacción entre oferta y demanda, con impactos significativos en la mitigación de emisiones. Por el lado de la oferta, la descarbonización de la energía viene generando una sustitución intra-fósiles (gas reemplazando carbón mineral y en menor medida petróleo) en la matriz primaria, y una importante irrupción de energías renovables (eólica, solar) en la matriz eléctrica (todavía dominada por el carbón en un 35%).

En la matriz de consumo final la electricidad empieza a ganar participación y lo seguirá haciendo, desplazando sobre todo combustibles líquidos y, en menor medida, gas natural. Estas tendencias, que ya son mundiales, condicionan las transiciones energéticas de todos los países del planeta y deben consolidar los fundamentos de los nuevos compromisos cooperativos.

La mayor parte de los países que suscribieron el Acuerdo de París (2015) y presentaron compromisos nacionales de reducción de emisiones, están revisando sus compromisos previos para hacerlos más exigentes en función de las nuevas metas planteadas. Aunque se trata de compromisos voluntarios, la presión de grandes economías como la Unión Europea para “arancelar” exportaciones de países que no graven las emisiones de CO2, y la mayor disponibilidad de medios para auditar las propuestas de los distintos Estados, junto a la legitimación que da al tema la mayor parte de la opinión pública internacional, tendrán un efecto acelerador en las transformaciones que ya se insinúan en el paradigma energético del mundo. En este contexto la Argentina plantear su propia estrategia de transición energética.

En la Argentina el sector energético genera el 53% del total de emisiones, en tanto el sector agricultura, ganadería, silvicultura y otros usos de la tierra genera el 37,2% de las emisiones de GEI. La Argentina participa con 0,5% de las emisiones acumuladas en el período 1990-2018 (Ver Plan de Transición Energética 2030 de la Secretaría de Energía de la Nación noviembre 21).

Una matriz primaria muy gasificada (más del 50%) y una matriz de generación eléctrica con predominio térmico (60%) que, con disponibilidad, opera a gas natural, además de los enormes recursos estimados de gas no convencional (802 TCF) dan a la transición energética argentina características singulares que se deben ser
tenidas en cuenta en la realización de la Hoja de Ruta al 2050. Si el gas natural en el mundo y en la Argentina empieza a ser sustituido en ciertos usos y se acelera el ritmo de penetración de las energías limpias, las ingentes inversiones que requiere su desarrollo para sostener su oferta en la transición, deberán compatibilizarse con

la búsqueda y el acceso a nuevos mercados (demanda regional, GNL), o el desarrollo de nuevos usos como podría ser la producción de hidrógeno azul con captura de los gases de emisión (CCS en inglés), en la medida que el avance tecnológico y los costos de esta última tecnología lo permitan.

La Argentina es signataria del Acuerdo de París, y en octubre del 2015 presentó su Contribución Prevista y Determinada a Nivel Nacional. Durante la vigésima segunda Conferencia de las Partes (COP22) realizada en Marruecos, la Argentina presentó una versión revisada que se convirtió en su primera Contribución Determinada a Nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés).

En diciembre del 2020 la Argentina presentó su segunda NDC, cuya meta es no exceder los 359 MtCO2 para 2030. Esto implica una disminución del 19% de las emisiones hacia el 2030 en comparación con el máximo histórico de emisiones alcanzado en el 2007, y una reducción del 25,7% respecto de la NDC anterior.

Posteriormente, en la Cumbre Latinoamericana sobre Cambio Climático, el gobierno argentino amplió el compromiso de reducir sus emisiones de GEI al 2030 en un 2% adicional respecto a su compromiso de la segunda NDC de forma tal de no exceder 349,16 MtCO2.

Esto implica pues una reducción del 27,7% a las metas presentadas en el 2016. De acuerdo con la categorización realizada por Climate Watch, el peso de las emisiones a nivel global recae en el sector energético con el 76% del
total. El segundo lugar lo ocupa la sumatoria de los sectores de agricultura, cambio de uso de la tierra y silvicultura con el 14,8%, seguido de los sectores de procesos industriales y residuos con participaciones menores.

La Argentina, con un sector energético que contamina por debajo de la media internacional, puede acompañar el proceso de sustitución de carbón por gas natural en el mundo desarrollando su potencial gasífero, articular sus redes eléctricas en la región para permitir un mayor proceso de penetración de las energías verdes (solar, eólica), explorar la factibilidad de la producción a escala de hidrógeno verde e hidrógeno azul (con captura y almacenamiento de gases CSS), consolidar la base de desarrollo de los biocombustibles como subproductos de la transformación de proteína vegetal en proteína animal y completar el desarrollo piloto del reactor nuclear modular para explorar su potencial desarrollo comercial en el mercado mundial. Todos desafíos energéticos que acompañan una transición que tiene en cuenta las tendencias mundiales y que pueden asegurarnos energía abundante y a precios competitivos.

* Ex titular de YPF - Ex Secretario de Energía.

 


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