Opinión

El vicio argentino de los subsidios a la energía

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Existen varias razones para adoptar una visión no complaciente de la situación de la economía argentina. La principal, para los que estamos afuera del gobierno, siempre ha sido la de proveer una crítica que alerte sobre cosas que no están funcionando bien y requieren correcciones antes de que la espiral del descontrol provoque daños graves o irreversibles.

Fernando Navajas (*)

La gran diferencia de este gobierno con el anterior va a estar en la capacidad de escuchar estas críticas.

En materia económica, la lista de desvíos de lo que debería haber sido, retrospectivamente, una buena estrategia para escaparse de la trampa dejada por la herencia recibida es muy amplia como para abordarla de manera liviana.

Esta nota se fija, en cambio, en algo más concreto y conocido, como lo es una reforma de primer nivel en la agenda de fines de 2015 que era la eliminación de los subsidios a la energía.

La importancia macroeconómica de los subsidios a la energía venía dada por la tremenda contribución de los mismos a los déficits gemelos (externo y fiscal) en la década que va de 2005 a 2015.

La importancia sectorial o microeconómica venía, y viene dada, por la necesidad de tener un sector energético que funcione con señales de precios limpias (de subsidios) y reglas de intercambio claras para incentivar las tremendas innovaciones que el sector ofrece en este siglo y para que los consumidores tengan mejor acceso, precios y eficiencia a estos servicios de energía e infraestructura.

Algo no salió bien en la operación de escape del populismo energético. Mi interpretación personal es que la política pública quedó fatalmente atrapada en la influencia que los lobbys sectoriales le imprimieron a la reforma.

El primer error, como siempre, fue de diagnóstico. Se vio el problema de los subsidios casi exclusivamente como una patología de bajos precios que paga la demanda.

Esto ayudó a establecer una línea de reforma hacia una tarifa social que debe reconocerse como un gran avance, si bien errores de diseño crearon una compleja estructura de precios diferenciados e innecesarios subsidios cruzados que atentan contra la posibilidad de avanzar hacia mercados mayoristas en buen funcionamiento. Pero los subsidios no son sólo el resultado de precios bajos que paga la demanda. Son más bien, por definición, la diferencia entre el precio que percibe la oferta y el que paga la demanda, a las cantidades que determinan esos precios. Se necesita entonces tener buenos (eficientes) precios de ambos lados.

El problema del modelo populista no era sólo que bajaba artificialmente los precios a la demanda, sino que además elevaba (producto de tantas intervenciones torpes e ineficientes, y dada la ausencia de competencia) los costos y por lo tanto los precios que percibe la oferta. De este modo, la operación de escape tenía necesariamente que atender bien estos dos costados.

Pero las cosas sucedieron de otro modo. Terminamos con una reforma que redujo los subsidios a la demanda sí, pero lo termino haciendo a favor de la proliferación de subsidios a la oferta, con el resultado de que la caída de subsidios fue sólo parcial.

El caso del gas natural es tal vez el ejemplo más claro al respecto. Hoy estamos con un nivel de subsidios en dólares acumulado a 12 meses vencidos que no es muy distinto a los u$s 5000 millones que teníamos en diciembre de 2015. El Estado sigue desembolsando lo mismo (si bien algo menos como porcentaje del PIB) y lo que vimos es una transferencia desde los consumidores hacia los productores, para facilitar que estos hagan las inversiones y aumente la oferta, o evitar que se desplome.

Más allá de esta disyuntiva (porque encierra una decisión estratégica sobre el compromiso de motorizar Vaca Muerta y el shale) hay una cuestión de fondo muy discutible en la estrategia del Gobierno.

El diagnóstico llevó a establecer que los subsidios a la demanda son malos porque implican déficit y distorsionan el consumo, pero los subsidios a la oferta son buenos porque implican inversiones, cambio tecnológico y mayor oferta destinada a eventualmente eliminar los subsidios y las importaciones. Las aplicaciones de esta (mala) teoría son varias y van desde el barril criollo y los programas de estimulo al gas natural, los subsidios explícitos y encubiertos (en gasto tributario) a la energía renovable, los subsidios al sector de biocombustibles y finalmente la montaña de subsidios (de capital) al gasto en infraestructura energética que en varios casos responde a facilitar los subsidios corrientes a la oferta. Estos casos no son para nada iguales entre sí, claro está.

Los más importantes son los subsidios al gas y los subsidios a la energía renovable (y al sistema de infraestructura de transporte que la acompaña) no solo por la magnitud, sino porque representan un choque de trenes en materia de política energética, que expresa un gran problema de coordinación y planeamiento energético, que va a determinar la suerte del (bastante malo) diseño de mercados energéticos al que estamos yendo.

Porque la calidad de los mercados energéticos no se mide por las oportunidades de negocios que los comercializadores puedan obtener sobre una estructura de precios distorsionada, ni por las que puedan obtener los financistas de inversiones subsidiadas. La calidad depende de la eficiencia estática y dinámica, que se expresa en costos y márgenes bajos a favor de los consumidores, resultantes de un mecanismo de mercado suficientemente competitivo y parejo entre tecnologías alternativas.

En donde termina esta reforma de subsidios a la energía no lo sabemos muy bien, porque a pesar del discurso oficial de que los subsidios van a desaparecer -dentro de una estrategia de limitación del gasto- lo cierto es que la dinámica de los números dice otra cosa. Estimaciones recientes de FIEL para 18 países de la región nos siguen poniendo a la cabeza de los subsidios a la energía. Así, la capacidad de supervivencia de los subsidios a la energía es asombrosa y hace pensar que los gobiernos y los estilos o doctrinas cambian, pero los subsidios a la energía quedan.
(*) Economista jefe de FIEL ( Fundación de Investigacines Económicas Latinoamericanas) Esta nota fue publicada originalmente en el Cronista


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